Siendo padres de hijos adolescentes

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Desde hace algún tiempo vengo pensando en lo poco que se ha escrito acerca de lo que sucede en el mundo interno de un padre que acompaña a un hijo que atraviesa la etapa adolescente. No es fácil. Concretamente hablando, ese hijo que antes se apoyaba en sus padres para dar sus primeros pasos hoy es tan alto como ellos, su voz es grave, su fuerza puede aventarte muy lejos y su rostro se ha poblado de unos vellos que ahora quiere afeitar. De haber tenido en brazos una pequeña vida ávida de tragarse la leche del biberón ahora uno es testigo de un joven convertido en un hombre ávido de tragarse el mundo. No es fácil. De haber cuidado que no metan las manos en los enchufes y de que no se traguen el detergente de lavar ropa ahora uno tiene que ser suficientemente permisivo con «las salidas» sin caer en cosas como la rigidez y el miedo de verlos experimentar con libertad. No es fácil.

Ser padre de un hijo adolescente es como volver a ser papá primerizo. Hay que aprender un lenguaje nuevo, con palabras, formas de hablar y códigos de comunicación tipificados. Hay que ser lo suficientemente bueno sin dejar de ser una figura protectora; hay que saber cuándo hablar, qué decir, cómo decir sin perder la compostura y la cordura. Hay que aprender a incursionar en nuevos mundos como por ejemplo la acrobacia. Caminar despacio en la cuerda floja y balancearnos de un lado a otro para no perder el equilibrio y caer al vacío.

Escucho mucho a padres hablar de su desconcierto para manejar la distancia emocional óptima con los hijos, de la sensación intimidante que puede significar convivir con «niños» que ya tienen un cuerpo de adultos, de la delgada línea que separa la amistad de la paternidad, de las dudas en torno a qué está bien y qué no en un mundo que premia la capacidad de adquirir objetos materiales, de la confusión sobre qué aspectos de la vida se prestan al diálogo y a la negociación y cuáles se deben imponer, etc, etc.

Estar en el lugar de padre implica mucho: mirarse, cuestionarse, dejarse sorprender, descubrirse para gusto o disgusto, ser conscientes de lo de uno y lo de ellos, aceptar el desorden, estar y no estar. Pero indudablemente hay momentos en que ser padre de un hijo que atraviesa la etapa adolescente equivale a estar quieto, observar a la distancia y aceptar los silencios. No es fácil. Esto se parece mucho a nuestra función psicoterapéutica cuando estamos en el consultorio con un paciente joven y su historia interpela la nuestra o cuando estamos frente a adultos que nos relatan sus aventuras como padres y no tan padres.

Es difícil que un joven de 15 años sepa lo que hay en el corazón de su padre pero estoy segura que algo sí pueden sospechar. Me parece importante que los padres conversen de sus sentimientos con los hijos, con otros padres y asimismo en espacios donde se sientan escuchados. Esta reflexión puede ser un buen motivo para animarse.

Jennifer Levy