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Leer es vivir

libros

 

Hay los lectores adictos a las trilogías, los amantes de los policiales, los que siempre vuelven a los “clásicos”, los masoquistas que gozan con Lacan, los fieles al boom, los fetichistas del libro como un objeto estético y los reacios al kindle. Los que leen como si las palabras tuvieran su propia canción, los “segurolas” que compran el libro más vendido, los académicos duros que leen para acumular títulos en su haber, los testarudos que se prenden de un autor hasta agotar todas sus publicaciones y los que leen por todo esto y por sobrevivencia psíquica como yo.

Hace pocos días se celebró el Día Mundial del Libro y en nuestro medio la fecha pasó más o menos desapercibida. Más allá de algunos comentarios adulatorios en Facebook o de espacios reducidos en las secciones culturales de los diarios locales, el día destinado a celebrar la literatura no se sintió. Estamos acostumbrados a la bulla de los políticos corruptos, al ruido de los juegos de competencias en los programas nacionales, al tráfico. Estamos acostumbrados a la velocidad con que se suceden los días. Darle cabida al silencio es asunto de unos pocos locos o seres inadaptados; y la lectura, un acto de reflexión que podríamos tildar de marginal sino fuera porque existen espacios como el taller “Leer para escribir” en el que una mancha de seres desconocidos hasta hace poco nos juntamos una vez a la semana a comentar y discutir acerca de qué es la literatura y de qué están hechos los buenos libros. En este taller de lectores nos hemos sumergido en la vida de mujeres casadas e insatisfechas de Anton Chéjov, Ernst Hemingway y Paul Bowles; hemos quedado perplejos con las historias de padres e hijos de Richard Ford y Raymond Carver; hemos empatizado hasta las entrañas con el testimonio de la vida durante y después de la guerra de Jorge Semprún; hemos seguido con entusiasmo conmovedor los avatares de los jóvenes adolescentes que forman parte del mundo de Jeremías Gamboa. Nos hemos sentido aliviados de no haber estado en el pellejo de Florence en su luna de miel de Ian McEwan, de no haber tocado fondo en la vida como Arístides de Julio Ramón Rybeiro. Personajes como estos no se olvidan. Menos aún el “Vitaminas”, amigo ficticio? real? de la infancia de Juan José Millás que le enseñó a mirar la calle desde el sótano secreto de la tienda de su padre; es decir, le enseñó a mirar el mundo de una forma nueva para él. Esto es la literatura para mí.

Jennifer Levy

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