La última película de Woody Allen, Magia a la luz de la luna, me gustó. Esta nueva comedia romántica del director neoyorkino no solo explora cuestiones que a los psicólogos nos interesa como los sentimientos ambivalentes, las relaciones de pareja, las obsesiones, lo tanático, Freud y el mundo del psicoanálisis, sino que además indaga en la dimensión desconocida de la existencia y su magia; es decir, en el inconsciente.
Stanley (Colin Firth), un mago famoso que se disfraza de chino en sus espectáculos y que logra desaparecer hasta elefantes en los teatros de Berlín, es un hombre sumamente escéptico y malhumorado. Sin embargo, su vida cambia cuando es invitado por un amigo a conocer a una médium norteamericana, llamada Sophie (Emma Stone), afincada en el sur de Francia gracias a sus supuestos poderes para la adivinación y la curación. Stanley decide viajar para desenmascarar a aquella “charlatana” que está manipulando la vida de los franceses sin saber que la próxima víctima será él.
Sophie encarna la ilusión, la juventud y la libertad; representa la dimensión mágica de la vida aunque sus “poderes sobrenaturales” sean solo parte de un gran plan para perjudicar a Stanley. Cuando la médium sorprende al mago adivinando un par de datos de su pasado que no tendría cómo haber sabido, la rigidez y el negativismo de Stanley empiezan a ceder lentamente. A regañadientes. Pues él tiene la actitud de un hombre de ciencia a pesar de dedicarse a los trucos de magia. Gran paradoja que tal vez Woody Allen quiera mostrar. Sophie logra seducirlo con su saber sobrenatural y sus habilidades siniestras para sanar organizando patéticas sesiones de espiritismo. Ella juega a construir mundos de ilusión aunque éstos acaben en proyectos truculentos.
Stanley va despojándose de sus prejuicios y consigue, poco a poco, tomar en serio a Sophie. Empieza a disfrutar sus días como si volviera a nacer porque se da cuenta que la vida puede ser algo más que un recorrido rutinario. Su omnipotencia, es decir, creer que todo lo sabe y todo lo puede explicar como si fuera un matemático, se derrumba con rapidez.
Hay escenas y diálogos en la película sugerentes que me hicieron pensar en que esa dimensión mágica y misteriosa de la vida que sólo Sophie puede percibir podría aludir al reino de nuestro mundo interno; un mundo habitado por deseos, pulsiones inconscientes y recuerdos olvidados. Nuestro mundo interno que no está afuera sino bien adentro. Oculto bajo las capas de la piel. Y que puede permanecer como un territorio desconocido si insistimos en permanecer reacios a recibir las señales de vida que emite permanentemente, como Stanley. Porque creer en el inconsciente y, por lo tanto, en los sueños y las coincidencias mágicas de la vida puede ser peligroso. Nos convierte en seres pintorescos y extravagantes (como Sophie) cuando el planeta lo que privilegia es la razón, el éxito tangible y el poder de los avances tecnológicos. ¿Será que en su usual estilo cómico, Woody Allen, ha querido rescatar aquí la sensibilidad y la fascinación que simboliza Sophie en tiempos donde las grandes “verdades” y los dogmas violentos nos gobiernan y lo simplifican todo?.