Mario Vargas Llosa, en Historia de un deicidio, dice que la vocación literaria nace de un sentimiento de insatisfacción con la vida. De rupturas y de desencuentros con el mundo.
Otras ciudades del desierto, la última puesta en escena de Juan Carlos Fisher en el teatro La Plaza de Larcomar, es un drama interesante que tiene que ver con las razones profundas que llevan a las personas a crear. “Los demonios de la vida de un escritor son los temas de su ficción”, dice Vargas Llosa. Brooke, interpretada maravillosamente por Wendy Vásquez, es la hija escritora de una familia americana conservadora, que viaja al desierto californiano para visitar a sus padres en Navidad. Esta visita tiene un propósito más: mostrarles el manuscrito de su nueva novela que trata sobre un secreto familiar largamente guardado.
Mientras los hechos se van desenvolviendo la tensión entre Brooke y sus padres crece. Éstos últimos se sienten traicionados porque la novela se basa en un hecho familiar trágico que ellos sienten “los pone en evidencia”. Es interesante la propuesta. Gabriel García Márquez decía: “Yo no podía escribir una historia que no sea basada exclusivamente en experiencias personales”. ¿Cómo exigirle a un ser humano, a Brooke específicamente, que nombre desde un lugar que no es su verdad interior? ¿Cómo culpar a alguien por haber buscado en la escritura un espacio de sobrevivencia? ¿Cuáles son los límites de la creación literaria? ¿los hay?
Otras ciudades del desierto presenta a una “familia en desorden”, a propósito del libro tan pertinente escrito por Elizabeth Roudinesco. Las divergencias de opinión e ideología entre generaciones distintas o las situaciones de vulnerabilidad extrema que viven tanto los padres como los hijos en este escenario más parecen ser la vida misma. Lyman, el padre, ex actor de cine y “militante” del partido republicano de los Estados Unidos ha perdido mucho de su humanidad por adherirse ciegamente a los “principios” de la política norteamericana. Polly, la madre de Brooke, es un personaje que está obsesionado con el prestigio y las convenciones sociales. El hermano menor (Rodrigo Palacios) es una buena bisagra entre Brooke y sus padres y la tía Silda (Sofía Rocha), a pesar de combatir su adicción al alcohol y de ser absolutamente cómica, es una figura empática. En esta atmósfera árida, Brooke es el personaje que encuentra en la escritura la posibilidad de sublimar porque necesita dar sentido al pasado para poder seguir respirando. Ella optó por «poner en palabras» y salir del desierto emocional en el que vive la familia. En cierto sentido, la adaptación de Fisher nos hace pensar en cuán frágiles somos cuando la experiencia traumática no puede ser elaborada, es decir, sublimada.
Me pregunto, ¿por qué Orestes, en La Orestíada de Esquilo, fue perdonado por la diosa Atenea a pesar de haber matado a su madre Clitemnestra? Presiento que tanto Esquilo en su lenguaje trágico y Jon Robin Baitz, el dramaturgo norteamericano creador de esta pieza, sugieren que todo acto de creación implica necesariamente una ruptura. Una transgresión. Que las Erinias o las Furias que perseguían a Orestes y, ahora a Brooke, se transformaron en Euménides, es decir, en seres fantasmales que los protegieron de los azotes de la culpa implicado en el “delito” de inventar, imaginar y fantasear con otro orden de cosas.